Toreros y hombres que torean
Joselito y
Belmonte tuvieron extraordinarios
evangelistas.
El primero nada menos que a
Gregorio Corrochano y el
Pasmo de Triana a toda una generación de intelectuales. Ellos se encargaron de difundir sus virtudes y de trascender sus tauromaquias.
Rafael El Gallo tuvo quizás, por un
mero accidente demográfico, como primer anunciante de su
buena nueva y que al final de cuentas resultó el autor de su estigma, a un farmacéutico de la madrileña
Puerta del Sol, don
Félix Borrell, quien con el pseudónimo de
F. Bleu, en el año de 1914 sacó a la luz un libro titulado
Antes y después del Guerra. Medio siglo de toreo.
Para bien – y también para mal –
Antes y después del Guerra ha resultado ser una especie de
Nuevo Testamento para los aficionados a los toros, porque si bien, como lo señala la nota aparecida en el número correspondiente al 25 de mayo de 1914 del semanario
El Toreo,
no da enseñanzas para uso de toreros, ni los dice con qué pitón hay que perfilarse, pero que hace la viva y pintoresca historia de cincuenta años de toreo…, sí contiene un acucioso análisis de la fiesta del entresiglos del XIX al XX y en él sentencia al personaje que hoy,
Carlos González Ximénez, me invita a comentar en tres fotografías que ya habían aparecido en
Toreros Antiguos – arteramente asesinada por la intolerancia – y que en su día, fueron objeto de análisis por
Francisco Callejo, quien en su Charpa del Azabache analiza a
Rafael Gómez Ortega, El Gallo, a partir de la sentencia de
F. Bleu, la que me mueve a hacer lo mismo. Ojalá que no acabe
pisándole los terrenos a
Paco.

Así es como
Félix Borrell define a
El Gallo en
Antes y después…. Y lo hace a partir de una concepción de lo que para él eran una serie de valores inmutables de la tauromaquia, apreciados desde su particular óptica de admirador incondicional de
Frascuelo. En esos días – el entresiglos del XIX y el XX – las cosas
cambiaban que era una barbaridad y entre ellas, iban el toro, la lidia y los pareceres de los públicos, pero l

a visión de don
Félix no, quien de una manera directa, clara y con un delicioso manejo del idioma, nos dejó una obra que a pesar de
estar en boca de todos, no ha sido lo suficientemente difundida, que tiene mucha miga y que debiera ser leída, obligatoriamente, por todo aquél que se diga aficionado a esto.
A mi juicio, uno de los
hilos sueltos que dejó
F. Bleu, fue precisamente el análisis de la realidad de
El Gallo. Con lo del
Artífice de bagatelas, – expresión que hasta feliz resulta – le pega una larga al tema y deja alborotado al personal que se preocupa por examinar precisamente esos
accidentes que dijera
Aristóteles, propiciando que antaño y hogaño se pase por alto que al
accidente (
bagatela) siempre le precede una sustancia, una esencia y que esa sustancia es la única que tiene realidad, pues los accidentes, las
bagatelas, aunque son y sirven para individualizar al sujeto que las genera, no tienen vida propia, requieren necesariamente de la realidad sustancial de la persona de la que dependen y como conclusión, son
solo algo de la persona, no la persona misma.
Rafael El Gallo tuvo en ese aspecto, muy mala suerte. Tan mala que trascendió por sus accidentes, por sus
bagatelas y su pers

onalidad, su trascendencia, se ha pretendido fundar a partir de meras anécdotas, de casi chascarrillos, de hacerle a partir de ellas una personalidad bufonesca, cuando en realidad,
Rafael Gómez Ortega era un torero de cuerpo entero. Tanto así, que desde muy temprano en su carrera, escritores y aficionados de gran calado se ocuparon más de sus gracejos que de su hacer ante los toros. Reproduzco aquí una parte de un diálogo epistolar entre
Adolfo Bollaín y
Luis Rodríguez Rivas, sostenido en las páginas de
La Lidia los días 17 de mayo y 19 de julio de 1917, para que se vea en lo que se ocupaban acerca de él:
… Pero el público va cansándose ya, y hace bien. El aficionado, antes que gallista, belmontista, pastorista, etc., debe ser aficionado. Y el aficionado no puede tolerar que un hombre que cobra como el que más, huya vergonzosamente, apuñale inicuamente y se burle con inaudito descaro, una tarde sí y otra también, de miles de personas… no se llame genio al Gallo porque una tarde está bien en un toro y treinta tardes mal en los dos, ó en los tres… Si todavía le llamasen genio porque está bien una vez... ¡Pero llamárselo porque está mal sesenta!...Replicó
Rodríguez Rivas:
…le llamamos genio porque sin serlo no podría – y quizá esta afirmación sea la base del artículo de Bollaín – después de una de sus censurables faenas, dominar al público como le domina, tenerle pendiente de su mágica muleta, hacerle pedir, con deseo quizá superior á su propia, voluntad, que no mate, que siga toreando, que no termine nunca la delicada obra que, con inspiración sobrenatural, está cincelando y que nos admira hasta el punto de conseguir que en la fiesta más alegre y donde más personas de diferentes clases y culturas se reúnen, se haga un silencio sepulcral que permite oír el jadear anhelante del toro y el respirar cansado del brujo que produce en nosotros tan encontrados sentimientos, silencio que parece mayor antes de sonar el crujido de la plaza toda que no puede contener por más tiempo el estado nervioso á que estaba sometida y desea exteriorizar con fuerza, con vehemencia, con entusiasmo apocalíptico, el sentimiento de admiración que produce el soberano artista, el incomparable artífice del toreo…
Como podemos ver, la discusión va por los derroteros de las externalidades y el fondo se ve lejano, perdido y parece que de manera irremisible, porque incluso
Alameda, que acierta a llamarle
heterodoxo y en sus conversaciones con él, a arrancarle más allá de los consabidos lugares comunes – entendidos éstos como todo lo que es necesario decir en sociedad para convertirse en una persona decente y amable, según
monsieur Flaubert – y a los que
Rafael parece haberse
aficionado – algunas expresiones que nos revelan que detrás de esa catarata de
genialidades hay un enorme substrato que aún espera ser descifrado.

Me revuelve los sesos la expresión que titula esto:
hay toreros y hombres que torean… ¡Cuánta verdad encierra! Es una expresión que merece un profundo análisis, apartado del pintoresquismo del que se ha querido envolver la figura y la personalidad de
Rafael Gómez Ortega, quien sin duda, era un torero, no un hombre que toreaba y es desde esa perspectiva donde debemos estudiarle.
Es una pena que hace ya medio siglo
El Gallo haya dejado este mundo. Es una pena también que los que le vieron en plenitud tampoco sean ya muchos y que no puedan contar y rebatir – sí, rebatir – otro argumento de
Alameda en el sentido de que era un torero etéreo –
gaseoso le llama él – y
falto de hondura, porque creo que alguien que cuando se
enredaba con un toro provocaba tal delirio en los tendidos

– aunque fuera una vez cada sesenta,
Adolfo Bollaín dixit – hondo debía de torear y más hondo debía de calar.
Creo que el toreo y su historia le deben un acto de justicia a
Rafael El Gallo. Dejemos a un lado las
bagatelas que le anunció
F. Bleu y busquemos su real esencia, su sustancia. Olvidémonos un rato de los accidentes, aunque estos sean, en muchas ocasiones, la sal de este guiso.
Xavier González Fisher
Aguascalientes, México.
Fotografias: Manuel Vaquero (Archivo Ragel)